Sobre la vegetación de ribera y su gestión, la evidencia científica es clara: un bosque ripario bien conservado (con sauces, álamos o fresnos nativos) reduce drásticamente el riesgo de crecidas.
La vegetación del bosque de ribera actúa como amortiguador natural al aumentar la rugosidad del cauce (aumenta el coeficiente de Manning). Las raíces y los troncos reducen la fuerza del agua, disipando hasta un 40 % de su energía. Además, sujetan el suelo, que se mantiene bien estructurado, lo que mejora la infiltración reduciendo la escorrentía fuera del cauce y mitigando los picos de caudal. Sus raíces también estabilizan márgenes, previniendo erosión y colapsos.
La "limpieza" indiscriminada de cauces genera efectos opuestos a los buscados. Los canales desnudos aumentan la velocidad del agua, no disipan su energía, lo que incrementa su poder destructivo.
Además, algunas especies invasoras como la caña (𝑨𝒓𝒖𝒏𝒅𝒐 𝒅𝒐𝒏𝒂𝒙) se ven frenadas por la presencia de bosque de ribera pero crecen indiscriminadamente en cauces “limpios”, y al romperse durante las avenidas, crean tapones en puentes y obstáculos.
Finalmente, los suelos desprotegidos pierden capacidad de infiltración y se erosionan con facilidad, lo que aumenta la cantidad de sedimentos en el agua, haciéndola más destructiva, con impactos más significativos (acumulación de lodos) y mayor facilidad para la transmisión de enfermedades.
La vegetación nativa es la mejor defensa contra inundaciones, mientras que intervenciones inadecuadas agravan el problema.