Sobre la libertad y el fetichismo de las herramientas (o la inutilidad de algunas discusiones sobre licencias de software)En los debates sobre tecnología y libertad, el concepto de “software libre” ocupa un lugar central. Desde la Free Software Foundation (FSF) se sostiene que el software libre garantiza cuatro libertades fundamentales para las personas usuarias: usar, estudiar, modificar y distribuir el programa. Sin embargo, si nos detenemos a examinar esta noción desde una perspectiva filosófica y política un poco más amplia, aparecen una serie de tensiones y contradicciones que vale la pena señalar.
Para empezar, la libertad como facultad humana no depende de una licencia. Es una capacidad inherente al sujeto, anterior y más amplia que cualquier marco jurídico. Frente a un software —privativo o libre— una persona siempre puede decidir: aceptarlo, rechazarlo, usarlo, modificarlo o incluso hackearlo. El derecho podrá sancionar algunas de esas acciones, pero no puede impedirlas como posibilidad real. En este sentido, la libertad no se otorga ni se garantiza mediante permisos: se ejerce, se disputa y se condiciona en función de múltiples factores (sociales, materiales, simbólicos) que exceden ampliamente el campo del software.
Por eso es clave distinguir entre la libertad como facultad (una potencia propia del ser humano) y la libertad como derecho (una forma de regulación social que busca limitar esa facultad para hacer posible la convivencia). El derecho no nos da libertad: nos organiza el uso de esa libertad para que podamos vivir juntos sin destruirnos. Las licencias, en ese marco, no son otra cosa que mecanismos de control sobre cómo se puede ejercer una parte limitada de esa libertad. Querer ver en ellas la fuente de una libertad real es confundir lo normativo con lo existencial.
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