Ayer me terminé la Lluvia amarilla. Es una novela de Julio Llamazares, que cuenta los últimos años de un paisano que permanece como último habitante un pueblo del Pirineo aragonés condenado a desaparecer.
Uno a a uno, ve marchar a las últimas familias, ve morir a sus últimos seres queridos. Ve cómo se derrumban las casas, se anegan las fuentes, las calles, los caminos, los huertos.
Así entra en un tiempo más allá de la vida, donde le visitan los fantasmas, hasta que se acaba convirtiendo en uno de ellos.
La lectura me ha resultado muy dura y emocionante. El libro, sobre todo, es un testimonio poético sobrecogedor de la muerte del pueblo pequeño español. Pero también toca un sentimiento más universal: cuando la muerte se instala en un lugar y lo tiñe todo.
Tengo muy cerca a personas de cierta edad (no concreto para no violar su intimidad) que parecen heridas por ese mal.
La muerte de sus amigos y las enfermedades graves han convertido la muerte en su centro de gravedad, en la pareja con la que bailan cada día y cada noche.
Logran distraerse y conectar con pequeños placeres, rutinas agradables, pero luego la muerte vuelve a silbarles por detrás de la oreja y vuelve la pesadumbre, vuelve la híper vigilancia ante el hecho fatal.
Para conjurar ese vivir en la muerte, una esas personas suele recordar un diálogo de Snoopy.
- Un día todos vamos a morir.
- Un día, sí. Pero el resto de los días, no.
Ojalá, ojalá pudieran abrazarse a esa idea, a ese presente que es todo lo que tenemos cuando el futuro se vuelve tan pequeño, y tan amarillo, como la lluvia de la novela de Llamazares.