Ayer vimos Perfect Days, una peli de Wim Wenders que cuenta la historia de un limpiador de baños públicos de Tokio.
Wenders recibió el encargo de una organización japonesa, con el fin de fomentar el cuidado de estas instalaciones públicas entre la población. Además, querían revalorizar la figura del personal de limpieza, colectivo al que allí se trata como parias.
La peli cuenta la vida de un limpiador extremadamente minucioso y responsable en su deber de limpiar estos baños, con una rutina muy sencilla pero llena de pequeños momentos de goce: la visita a los onsen, la cerveza semanal en el bar, escuchar música en el coche, comer bajo los árboles en un parque y fotografiar sus ramas…
En resumen, ensalza un modo de vida promovido por el budismo zen, pero en un entorno urbano y con una vida secular.
Para mí, el mayor dilema de la peli es si nos creemos o no la felicidad del limpiador.
¿Nos creemos de verdad que un limpiador de una gran ciudad sea inmune a la insatisfacción, a la frustración, al desencanto, a la humillación?
Me da que pensar, porque hoy a los trabajadores nos acecha la insatisfacción por los dos flancos ideológicos.
Desde el neoliberalismo, por el ansia aspiracional de riqueza y estatus.
Desde el progresismo, por el ansia de derechos y justicia social.
De hecho, la película de Wenders podría calificarse como reaccionaria en cuanto a que parece que muestra un trabajador ideal para el capitalismo: híper diligente y contento con una labor dura, desagradable, sin estatus social ni económico.
Su compañero joven, en cambio, es irresponsable, no se toma el trabajo en serio, y al final lo abandona.
¿Un guiño a un cambio de mentalidad en Japón?
Como persona de izquierdas, celebro este cambio.
Como simpatizante del budismo zen, también observo el sufrimiento que conlleva.
Creer que te mereces más, que la sociedad siempre te debe más, es fundamental para la movilización obrera, pero también puede amargarte la vida.