No dejo de pensar en que este sería un buen momento para mudarme al pueblo de mi padre. Doscientos habitantes, alojamiento asequible, posibilidad de tener una huerta para cultivar, y desde hace poco, conexión a internet por fibra óptica (cosa que me ha sorprendido). Podría hacer teletrabajo, si es que quisiese seguir dedicándome a la programación, que lo dudo. Escribir es lo único que me llenaría ahora.
Resulta paradójico cómo en su día se nos vendió que el éxodo a las gran ciudad era lo lógico y lo deseable, que el futuro estaba allí, que los pueblos eran algo a superar y olvidar. En realidad, esa aglomeración malsana de bloques de hormigón nunca nos ha querido, solo quiere nuestra fuerza de trabajo, y después de que nos la haya exprimido cada día, nuestro dinero. Las calles son pistas de asfalto que nos toleran a duras penas, los servicios son básicos o caros, el ambiente es hostil.
No te sientes bien allí, y es normal. Hemos convertido lo que era un lugar para vivir en una gran maquinaria, y lo percibimos de fondo, como un zumbido constante. En realidad la ciudad nos odia.