En las últimas décadas el mercado de consumo se ha ocupado de abastecernos de todo cuanto pueda estimularnos.
Desde lo más culto a lo más visceral. Del cine dogma a la hamburguesa angus.
En este estado es normal echar la vista atrás y no dar crédito de lo tediosas que debían ser las vidas de nuestros antepasados.
Pero también es verdad que ellos sentían más con menos.
Solo así se explica la sutileza, la simplicidad, de los placeres que lograban embriagar a quienes habitaron tiempos más sencillos.
Y solo así se explica que hoy en día cada vez nos peguen menos subidón cantidades más gargantuescas de estímulos.
Espectáculos cada vez más extremos de porno, violencia, humor, sensacionalismo; dosis cada vez más altas de drogas, calorías, consumo... La euforia, cada vez menor. Y el precio -en salud y dinero- cada vez más alto.
De nuevo chocamos con el mito del crecimiento ilimitado.
¿Habrá que decrecer también en los placeres para hacerlos sostenibles?